LOS LÍMITES DE LA REPÚBLICA
Dorantes,
Dolores,
Estilo, Mano Santa Editores, 2011, Guadalajara.
Querida
Fábrica, Práctica Mortal-CONACULTA,
2012, México.
En el diálogo Politeia o La república,
Platón establece las preceptivas para alcanzar una ciudad ideal, polis que
estaría coronada por un filósofo-tirano, protegido por una especializada y
rabiosa guardia pretoriana. Uno de los pasajes más célebres del texto es aquel
en el que, como uno de los primeros lineamientos, los poetas deben ser
expulsados de dicha ciudad. Tal decisión se apoya en uno de los rasgos de la
poesía: el de la mímesis, la imitación por parte del poeta de las voces de
dioses y héroes, y en tal maniobra su humanización
patética. Al mimetizar su voz con la de héroes o dioses, el poeta confunde,
multiplica, es una y todas las cosas, produce y diferencia: fractura el posible
ejemplo, virtud e ideal apolíneos, que tales figuras depararían a los jóvenes
de la sociedad anhelada. Sólo aquellos autores que no falsearan la representación,
que no fisuraran la voz con otras voces, estarían exentos del exilio.
Es así que Platón —montado,
oh paradoja, en la voz de Sócrates— destierra a los poetas y establece con ello
una relación del artista con la ciudad. Una relación política y a la vez una
relación de producción, como bien lo advierte Eugenio Trías en su ensayo El artista y la ciudad. Esto nos remite
a los dos vocablos para producción que
se usaban en aquella Grecia: poiesis y
tekné, cercanas en su origen y en la actualidad antípodas. La poeisis
remitía a la creación libre, a un desocultarse de las cosas, a un traer a la
representación que ejercen por igual naturaleza y hombre; la tekné, por su parte,
refería a la producción propia de lo artesanal, y de ella se deriva la técnica
moderna. Para el pensamiento no socrático, la poeisis era al mismo tiempo una erótica, pues estaba inspirada por
completo en Eros, como lo afirma Erixímaco a oposición de Sócrates en otro de
los diálogos platónicos, el Banquete. Erótica
como poética, regida por un Porque-sí absoluto, opuesta a la especialización de
los hombres, expulsada en La República
para conformar la urbe ideal. Esa prohibida cualidad de proyección del poeta en
todas las cosas se habría concretado de acuerdo con Trías en el artista del
Renacimiento y en un autor como Goethe, compendio escrito de sí y de su mundo;
el devenir de los últimos dos siglos, evidenciaría la fractura del sujeto (poético)
que cifra (evoca) en sí a todos los objetos, para dar paso a una alucinación
donde no se distingue el sujeto del objeto, donde dicha alucinación es la única
vía de producción (¿quién produce qué?): poiesis
deseante, reversible: indisponible.
Tangente a estas
consideraciones aparece, en mi lectura, la obra reciente de Dolores Dorantes —en
concreto los volúmenes Estilo y Querida fábrica—, pues problematiza la
relación del poema con la polis —ciudad,
Estado—; la relación del poema con la producción del poema y con la producción
fabril; la posibilidad de lo erótico en el cuerpo lírico, en el cuerpo vivo, en
el cuerpo muerto. Todo esto desde una condición excéntrica, de linde geográfica,
de género, cultural. En Querida Fábrica acontece
una serie de voces que dan cuerpo a poemas fracturados. El aparente sitio en el
que ocurren los textos es la nave de una fábrica: cuerpo abandonado, cuerpo
muerto o en condición zombífica, cuerpo de un amor que se da en el límite de la
vida. Esa fábrica asemeja en momentos ser una mujer, en momentos parece ser un
hombre; en momentos es una fosa clandestina. Trueque de objetos en sujetos y
viceversa. Maquila de palabras que se producen desde una voz que a su vez asume
ser maquiladora: «Produzco lo que soy: lluvia
de ceniza, nieve de plomo, cuerpo de metal».
La confusión entre
sujeto y objeto, entre ser producido y fabricante deriva en la confusión, como
se ha dicho, entre el ser amado y el amante; pero hace colisión también con la
violencia de un país, en el cual ocurre la confusión entre el vivo y el muerto,
entre lo legal y lo ilegal: una polis como México, en donde los gobernantes están
mucho más cerca de un tirano que de cualquier filósofo menor. Una polis donde las guardias pretorianas no
distinguen a quién deben cuidar y mucho menos pueden definir la amenaza: «el
rostro de nuestro capataz es peligroso / caminar dentro de la realidad / es un
vacío caliente». En fin, en un país moderno,
muy lejano de la utópica idea platónica. Querida fábrica delinea esa región inefable que es Ciudad Juárez,
donde la fabril generación de objetos coincide, incide, en una depravación
violenta del sujeto, donde la condición de mujer ha sido desgarrada,
objetualizada por estrías oscuras, desertificantes, malévolas. Fábrica de
muertas. La muerte es un obrero mexicano:
«Te buscan // mientras el plástico
hecho flor invade las praderas // mientras la ceniza de todos los muertos se
junta y forma / deliciosas muñecas saludando desde el monitor // y el mundo es
/ cada vez más / una lengua muerta»
Ese impulso erótico
que desea afirmar la vida y es condición de toda poiesis, contrasta con el mundo en tanto lengua muerta y pareciera irradiar
desde la necrofilia. Cadáveres que pueden ser amados, cadáveres violentados
que, desde su condición omnipresente, aniquilan también la posibilidad de decir
lo vivo. La figura recurrente del monitor —«y solté el pulgar, y blandí el
acero como macho que llora en el desierto / antes / de formar parte del
asustado monitor»— afirma una sensación aparente de vigilancia, de registro de
las cosas; pero al igual que en una videobitácora de vigilancia, la imagen de
lo dicho pareciera asumir el destino de fugacidad, borradura y regrabado. La
vigilancia es sólo una fachada que recubre la total impunidad, la carencia de
fronteras en la interacción de los individuos. Una boca que se expone y es
expuesta, que denuncia y termina partida por la bota de la vileza, de la
ignorancia. En una atmósfera que transita del ruido mecanizante a los ambientes
desérticos, a los forenses, la voz lírica de Querida Fábrica oscila quebrada, a su vez, entre el largo versículo
y el verso de mínimas unidades silábicas.
Por su parte Estilo, propuesta a mi entender más sólida, se apoya en recursos distintos para
construir un itinerario con mismas obsesiones: una prosa rítmica, de menos
quiebres y rugosidades que Querida fábrica;
una serie de textos en un orden numérico deforme; una voz que son voces, que
interpelan a un extraño «fervor» desde la concavidad extraña de un «nosotros»
femenino:
“16.– Este libro no
existe. Todo lo dicho en nombre de un amor que no dura. El deshaucio de cada línea.
La droga en que se ha convertido ver la sangre. Ábrenos en este territorio
imposible. Ilimitadas. Repetidas. Descubiertas. Estamos aquí como el rastro de
un código. Tocamos a tu puerta para que nos nades. Fuego y agua. Estamos dentro
de las botellas y de los explosivos. Somos el exterminio. El lugar sin país. Amárranos,
ponnos la correa. Ordena échense y muéstrenme la lengua: una rácha de pájaros.”
Poemas
pasivo-agresivos, en los cuales el Nosotros que asemeja al exterminio, que se
clona y está al descubierto, es también un lugar sin país. Esa primera persona
de un plural sin nación interpela en tonos libidinales a una segunda persona
que no responde, que no se descubre. Pareciera que a quien se llama no es otro
que la cáscara de país que nos han heredado. Pareciera que ese Nosotros, que se
asume enajenado, excitado, que suplica una conexión erótica en tonos bondage, no es otro que la acumulación
de cadáveres. De ahí que el «estilo» sea equiparado, antes que a la expresión
singular de un individuo, al elemento constitutivo de la flor: el estilo es esa
zona en las flores de angiosperma que conecta al ovario con el estigma. A
diferencia de la Wikipedia, en esta poesía no hay «desambiguación» y sí una
poderosa ambigüedad. Palabra que invoca un encuentro erótico que no llegará, pues
si Erixímaco en el Banquete platónico
afirmaba que Eros está presente «en todas las producciones de la tierra», aquí
lo inerte solicita una pulsión vital a una entidad abstracta, a un fervor que
no se muestra. Este tratamiento funciona de una manera drástica: por un lado,
los muertos (tratados como objetos al disponer de ellos), solicitan el impulso
de Eros para volver a la vida, cosa imposible; por el otro esta imposibilidad
refleja, en tanto correlato, la nula fertilidad del objeto fabril producido por
la técnica moderna.
Toda política es
biopolítica, política del cuerpo, y desde este límite de la sociedad se
presentifica un vacío caliente. Cadáveres y objetos revelados como mórbido
fetiche: imposibilidad de la escritura de volver a los orígenes vitales, a la
multiplicación de los objetos por el sujeto lírico, incapacidad de una sociedad
de encontrar nuevos acuerdos. Este límite ostenta sin embargo una esperanza: la
de atestiguar y poner en marcha un aparato poético, excéntrico, a
contracorriente de la polis, estilo-estilete
que funciona como testimonio y denuncia:
“24.– Frente al
monitor, somos las que esperan la orden para perseguirte. Caminamos distantes y
vacías antes de amenazar. Somos tus lobelias de piernas preferidas. Cada vez
que agredimos es como darte un beso. Danos la presidencia o la dirección de los
disparos. Somos los frutos frescos de la guerra.”
El monitor, una vez
más, como zona ambigua y corolario: intermediario entre lo vivo y lo muerto.
Las influencias de la escritura comprometida con la escritura, desgarrada en el
núcleo, de Paul Celan, se manifiestan en estos volúmenes en tanto disposición ética,
más que a manera de registro formal, como sí lo hacían en los primeros tomos de
la autora, Poemas para niños y SexoPuro SexoVeloz. Con una solidez antípoda
de lo panfletario, desde la poesía impura, ambos libros evidencian los
limitados límites de nuestro constructo social, ciudad y república. Poemas
obsesos y mórbidos, desde la orilla de un país en desgracia, para una república
infértil: potencia y madurez que Dolores Dorantes hace patente en Estilo y en Querida Fábrica.
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