Estos poemas de Clayton Eshleman (Indianápolis, 1935), en traducción de José Manuel Velázquez, aparecen en el libro Sealoque (Whatever), Mantis Editores, 2013.
ESPÍRITUS EN LA CABEZA
[Estudios de Bacon]
¿Quieres recuperar la integridad original?
Entra de nuevo al caos.
Asesina tu propia existencia profana.
Vuélvete una calavera de chocolate, envuelta en paños
blancos,
los dientes cocidos, cuencas de cáscara
cerrada.
¿El instante de la aurora previo a la existencia?
La muerte es un rito de pasaje, no un fin.
En el vuelo, la erección se vuelve El Árbol de la Vida.
Soy un cuerpo posado en el follaje de mi esqueleto
desperdigado.
Del barro bajo las uñas de Satán hice un túmulo
donde
descansar.
Un animal entra en una cueva y emerge transformado
en hombre.
Un hombre entra en una cueva y deja su animal en
el muro.
El animal en el muro: cosméticos de tierra, cosmoéticos,
maquillaje
en el espacio interior.
Espíritus de la cabeza.
Ceja de madera sin lijar.
Mi ojo izquierdo un rubor de sangre y esperma.
Esfera ocular: un conejo hecho bola en una jaula.
Un jalón de pelo mohawk almidonado con hollín.
La cabeza interior, versión apaleada de alguien más.
El trancazo en la mandíbula, un puñetazo en la
mandíbula masculina, bala
castrada de la
mandíbula prognata.
Ojo como un cráter lunar.
La diana del ojo.
Ojo cerrado bajo un cerebro que enciende géiseres
y escinde fontanelas.
Yo no tengo mandíbula y tengo largas, largas
orejas, mi garganta se extiende
hasta mis ojos.
Espíritus de la cabeza.
Mostacho de marga y baba.
Cara de olas, de multitudes serpenteantes.
Cara pajarera, aguilera de mapaches y búhos.
Rabillo del ojo, arena movediza de una mirada.
Y, entonces, George Dyer –un espíritu de la cabeza
si alguna
vez hubo alguno–
volteado para mostrar en perfil
el desenraizado, continente
excavado por un
colmillo de su cara,
asunto vendado con párpados y
bigotes.
Dyer muerto, con labios de abejorro.
Dyer con un cono de nieve de sangre de nariz hurgada.
Cráneo con nimbos de acero alemán y oro.
Feliz navidad, Sr. Desorden, estoy aquí para
interrogar los nimbos de sus
pulmones.
Aquí para engastar sus costillas con botones de
metal, solapas de terciopelo.
Cabeza en división rotacional, un solo ojo, boca y
terrina de
orejas.
Dios se ha retraído del Cráneo del Diablo,
desde donde
dispara telarañas al culo
de la
humanidad.
Dentro de la cara, el Bosco trabaja el surtidor: la boca
acuchillada
hacia el ojo, el ojo moreteado, jardín
encurtido
de amanitas trituradas y sables ciegos.
Pozo de la cara, cementerio enfrentado al caos.
El cerebro como una tina de médula llena con las
manos
rebanadas de científicos.
Cabeza de hueso, de espíritu, cabeza irrompible.
Cabeza destruida e intacta como huevo de granito.
Linchado cuello de lenguas amontonadas invisible a
los niños
que prenden fuego a sus dedos del pie.
Mosca del ojo humano, taciturna mientras excreta.
Zapato de nueve de la boca de George Dyer plantado
en el
hielo.
¿Cuánto blanco puede soportar una cabeza? ¿Puede
asimilar la
supremacía, el cielo? ¿Puede enfrentar
el
enrojecido campo de batalla de la mirada
de tenazas
de hombre envalentonado con su
hermano?
¿Puedo hacer el ladrido indecible para verificar que
el blanqueamiento racial nunca
tuvo éxito en
ponerle puertas a la comunidad de
las almas?
Cabeza en su cuerpo de cabello, cabeza homuncular,
mirada
alquímica de un cuerpo de cabello a
través del
cual la masilla del rostro se tritura.
ESTUDIOS DE BACON (IV)
“Bacon, el cazador de cabezas”
Los retratos de Bacon (cabezas) están hechos de semen,
sangre y hollín.
La cabeza de George Dyer –cazada implacablemente en los años
60– se compone de maltratados tornillos irregulares, trozos de roca embarrados
de semen, cuencas llenas de hollín empaquetado, la cabeza como un cuerpo,
calcetín tiznado de sangre y esperma.
Rostros donde un perro se sacude contra la correa mientras
intenta darle la vuelta a la cabeza perrera.
Cabezas enjabonadas con blanco, como si el cerebro fuera semen,
como si la extensión del lugar de la vida fuera la médula en los huesos
masculinos.
George Dyer sin conocimiento de quién es él,
escoriado metal, mineral castigado,
ronquido en choque, en estrés disimulado,
helada carne azul, una nariz anal rosa enrollada,
sin conocimiento de quién es,
mentón que gotea heces,
con no cimiento, no es.
La cara de Isabel Rawsthorne, sibila y gato de callejón.
Rawsthorne como una cabeza de cuero o como una cabeza de
colmena de pelo en un pequeño cuerpo de cabello, carne torcida como por una
navaja rotatoria.
Hay un museo de policía en el cabello gore magenta y negro
de Henrietta Moraes, envuelto por todos lados y enroscado en su cráneo.
Bueno, ¿es cruel o no ver un “hombre elefante” en un rostro
amado? ¿O lo es aceptar la oportunidad y el destino que trepó a bordo de la
balsa fetal del modelo?
¿Deshonra uno la sexualidad al ver la cabeza como tripa
genital? ¿Bacon clava, en efecto, agujas vudú en sus retratos? ¿Está diseñada
su arremolinada bravura para eliminar el dolor de estas cabezas trofeo?
En techumbres de sangre, semen y hollín, la existencia se
para de frente sobre la carga de profundidad de la ausencia absoluta.
¡Ah, el agua de seltz del ser, la carbonatada, antigüedad
carbonífera del siempre evaporado ser!
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