Foto: Chino
ANDANZAS
Sobre las nubes cae la luz, como una improbable jaula que las ciudades desconocen.
En el camino, en la velocidad del viento, mohoso andar del ave,
todo viaje es un rodeo por la locura.
Al viajar se extingue la región de certezas, y brotan milagros sobre su cadáver.
Manar de rocas: el silencio es más grande para quien hurga en su ofertorio animal,
y extrae una proeza, un paso de garra, un equilibrio.
Hay pueblos que se dejan atrás a golpe de neumático. Las miradas que se cruzan con viandantes, explotan una y mil veces en los rescoldos del sueño. Cuando se sueña animal sobre el ascua del tiempo, se abre el mundo, se rompe la vaina de la Historia.
Se escucha en la radio un relato del 68. París, Praga, Tlatelolco: octubre es una garza que atraviesa con su pico los peces dorados del recuerdo, que alza el vuelo tan inoportuna
como una herida. En este silencio demorado, violeta raja en el crepúsculo, pienso
en el cerco de ceros que me aparta de todo.
Cuando la Historia se cambia las máscaras, y baja el arma herrumbre del testigo, en ese entresijo dinamiza la palabra. El hombre es flor de medianoche, rumba de zángano, es equilibrio y mosto de lo más febril. Sólo ahí se encontraría un poema.
Tanto ha llovido, que algunas piedras optan por disfrazarse de sombra y cantar solipstistas.
Los cactos, el amor abierto de sus horas de espina, luce por lo pronto un verde autista, muy rotundo. Se abren altos tallos de yerbas malas, acuñan flores de fin.
Un par de horas al volante y pronto llegaremos; la noche ya engulle los mendrugos del sol.
En las urbes se esconde nuestro panteón personal. Vuelan los dioses, hallan refugio tras el caracol donde guardamos la voz. Se fermentan. Lo que pasa en el camino es suyo propio y se esfuma igual que polvareda, prima del eterno retorno.
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