PABELLÓN CHANDOS.
Medo,
Maurizio, Manicomio, Mantis Editores,
Guadalajara, 2011 (1ª. ed. 2005, 2ª ed. 2007), 96 pp.
El término «sparagmos» refiere una serie de procedimientos
que conciernen al ritual orgiástico dionisíaco, en el cual las bacantes o ménades
desmembran bien sea un animal o un individuo. Vinculado al «sparagmos» aparece
el acto de la «omofagia» que es el consumo de la carne cruda de lo recién sacrificado.
Ambos rituales abrevan de reminiscencias simétricas: por un lado el mito en el
cual Diónisos es desmembrado por los titanes para resucitar como Yaco, portavoz
de los misterios eleusinos; por el otro, el pasaje mítico evocado por Eurípides
en Las bacantes, donde Orfeo es
devorado por las ménades, tras rehusarse a seguir a Diónisos y sí, en cambio,
dedicarse al culto del dios Apolo[1].
Con ello se vislumbra la oposición dialéctica entre Diónisos —el dios de la no
individuación y la inmanencia, de la contradicción impronunciable y el enigma—
y Apolo —divinidad del canto, la figura y la sabiduría entregada al individuo,
bajo la forma del oráculo y la expresión. La coincidencia de ambas divinidades sin
embargo, va más allá de un complemento entre opuestos; funda más bien una
unidad que propició el nacimiento de la sabiduría —y con ello, de la expresión—
en Occidente. Los cultos dionisíacos y los misterios eleusinos remiten a las
visiones epópticas, la pura
sensorialidad de una revelación silente, conservada en secreto, no registrada
con palabras y por supuesto, no adscrita —por ser no escrita— a un individuo.
Orfeo encarna la administración del enigma ya tocado por Apolo en la expresión.
De acuerdo al pensamiento mítico griego, la poesía es en su origen una
sentencia oracular, oscura, heredera del enigma y no apropiada por individuo.
Está más cerca de la inmanencia que de la presencia. Por otro lado el oráculo
de Delfos, dedicado a Apolo, era consagrado en épocas no estivales a Diónisos.
En Delfos, la expresión primigenia, extática y ambigua, pronunciada por la pitonisa,
era retomada por los rapsodas, que la «traducían» a los interesados en desentrañar
el enigma. ¿Dónde acaece la poesía? ¿En la voz enajenada de la pitonisa o en la
apropiación del rapsoda?
Apunto lo anterior a propósito de Manicomio, libro en el cual Maurizio
Medo actualiza una serie de cuestionamientos e indagaciones que competen a la poesía
latinoamericana más arriesgada, a saber, aquella que permite cuestionarse la
fragilidad de los conceptos modernos, tales «individuo», «autor», o «poema» a
través de procedimientos singulares y una implacable solución estética. Manicomio, publicado originalmente en 2005,
ha sido ahora reeditado en México por Mantis, lo cual constata la potencia del
volumen y la discusión que ha suscitado entre autores y lectores de la realidad
latinoamericana.
La «manía»[2],
es decir la locura o posesión extática a la cual se accedía en los rituales
iniciáticos de la Grecia arcaica, fue recubierta por capas y capas de
discursos, doctrinas, fijaciones de la palabra sobre la palabra. La revelación —sensorial-silente
o expresada— que se menciona líneas arriba, se ocultó y petrificó en la
sedimentación de más de 26 siglos de conocimiento —filosofía socrática:
cristianismo: ciencia— para luego ser pulverizada por el pensamiento radical de
finales del XIX y el XX. Por otra parte, los siglos ilustrados terminaron por
confinar a la «manía» a sitios fuera de la comunidad, lejos del centro del
motor social: los manicomios congregaron —y aislaron en el plano social— a
aquellos individuos cuya percepción y discurso evidenciaba la fragilidad del
constructo subjetivo de la modernidad en Occidente.
Maurizio Medo apela las nociones
de manicomio y manía —no más divina— para desarrollar la disociación del
sentido en el plano del texto poético. La locura, antes que un dictamen médico,
implica una diferencia radical en la forma de percepción y enunciación del
mundo que, contemplada desde la perspectiva de la «normalidad» aparece como no útil,
no disponible, sin objetivo. Esa no disponibilidad engendra un lenguaje
abierto, no obturado por convenciones, ni fijado a las anclas de una
conciencia. Quizá el temor de la racionalidad ante la locura sea, en última
instancia, el temor a comprender el conocimiento como experiencia instantánea,
fugaz, irrepetible: «He visto las brillantes mentes de mis predecesores
perdidas en lo que pareció ser episteme», aúlla aquí un falso Ginsberg. Los
textos que conforman Manicomio están
atravesados por esa energía: permitir la irrupción de voces al interior del
objeto verbal, en una hybris donde la
univocidad es derrocada: aparecen con ello miles de aristas, gradientes hacia dónde
puede apuntar el objeto verbal. Esta pluralidad polifónica entreteje dos tipos
de motivos: algunas líneas desprenden registros vivenciales, relativos a la
clausura en un sanatorio mental, a la administración de sustancias que inhiben
la dislocación del pensamiento, el acoso y abuso de los guardias —aquí apodados
«Mandriles», lo que consituye un correlato irónico sobre poesía y poder en
nuestros países—, las pruebas diagnósticas. Estos registros se activan en una
matriz de motivos literarios: Alicia y el Sombrerero, los dantescos Paolo,
Francesca, Virgilio, Perlongher, y ciertas atmósferas de Héctor Viel Temperley;
Rimbaud y Verlaine, Celan o Hugo von Hoffmanstahl asumen por instantes de
quiebre la dicción del poema. Las alusiones y las citas brotan en los textos y
emulan las prácticas de los sparagmos y la omofagia, pues las voces desmembran
la «normalidad» de la voz lírica,
para después devorarse entre sí, unas a otras, en un vértigo que dota de
brillo a cada uno de los artefactos verbales. Desde la primera sección «Etumina»,
el mejor ejemplo es el poema «Sparagmos sparagmos», donde la voz enunciante es
devorada por un fármaco, que termina por asumir el rol evocativo: «Y poco a
poco fui travistiendo en el placebo de un informe ser [..] El sepukku mortal de
todas las ansiedades [...] soy la droga que te colma de imbecilidad: soy
Etumina». Además de la devoración, ocurre el travestismo: Arthur Rimbaud es un cholo
(Vallejo) púber de apellidos Torres Canccha, Verlaine es su chica de
bachillerato; un falso Ginsberg tropicalizado ocupa un poema y fagocita el
discurso. Hay algo de razón antropofágica en todo esto. La figura femenina de
Gilda aparece y luego es absorbida por Francesca, por Verlaine, por Medo; la
sensación de estancia de manicomio aparece, una sana ambigüedad impide
localizar, en un cuerpo o en varios, las palabras que se pronuncian.
La multiplicación y fractura de
las voces, la devoración y el travestismo configuran un plano de signos que no
refleja —ni pretende hacerlo— una realidad evocada ni evocable; por el
contrario, demarca una zona donde toda experiencia es fugaz y los símbolos son
frágiles, reinterpretables: en las imágenes de un test de Rorschach sólo puede
verse «el cuerpo muerto del autor», como ocurre en la sección «Pentotal Saloon».
Si el cadáver del poeta ha salido ha flote, la idea del poema como entidad
caduca aparece. Lord Chandos, el autor que recupera Hugo von Hoffmanstahl, se
pronuncia y reafirma esta sensación de indisponibilidad —por su total apertura—
de experiencia alguna, al menos en la dirección unívoca de enunciación de un
sujeto: «Ya no hay principio ni fin, sólo adición. No hay más poema, sólo híbridos
fragmentos, rizomas agonales que rompen las fronteras, tanto así que he podido
cazarte como a un estúpido conejo». Recursos como la variación tipográfica, la
aparición de las figuras de Rorschach o los espacios en blanco —donde debe verse
un cuadro y ser nombrado— ayudan a consolidar la sensación de rareza y delirio,
zona abierta. Pero ante todo lo hacen la variación formal, la oscilación entre
unidades de prosa y verso fragmentario, la intensa sonoridad que se procura
entre los signos, la repetición enajenante y apócrifa de los motivos: «No más
cuarto Relámpago / No azotes / No fármacos / Grilletes / Inyecciones / Ella
duerme ¿è Turandot? Nessun dorma nessun dorma / No más rayos calcinantes de
neuronas / No hipnóticos mantras / Ben peridol brom peridol». La última sección,
«Francesca», monta un escenario de abuso por parte de los Mandriles, y la total
ezquizofrenia de las voces enunciantes, que alcanzan un final ambiguo a través
de un ritual apócrifo —en una cámara de Aedas, ofrendas en pastilla — que puede
interpretarse como cura temporal o cura definitiva —la muerte. De una u otra
forma, el poeta como entidad apolínea —manager
de la expresión de la conciencia— y como ínclito portavoz de una realidad epifanizable es aniquilado. Se alcanza
con ello una expresión que tiende a lo enigmático y afirma la fugacidad de todo
conocimiento; esta consideración postromántica del artefacto poético puede
asociarse con la discusión de las vanguardias y de la escritura conceptual,
pero también tiene resonancia con el origen oscuro de la expresión lírica en
Occidente. La naturaleza ama esconderse, afirmaba Heráclito, y el lenguaje no
tendría porque apuntar a lo contrario: el pensamiento es enigma. Procesos
escriturales como el de Manicomio aún
encuentran resquemor en espacios literarios como el mexicano, donde algún
sector reaccionario quisiera apostar —en medio de la crisis de todo humanismo,
de la crisis del lenguaje como correlato certero— por una creación obnubilada,
estable y de romanticismos trasnochados. Que este volumen sea reeditado en
nuestro país por Mantis Editores habla de salud en nuestras valoraciones poéticas;
Manicomio es uno de los libros significativos
para entender la actualidad de la lírica hecha en Latinoamérica.
[1]
El estudio de las coincidencias y las peculiaridades entre Diónisos y Apolo, en
el pensamiento mítico griego está muy bien documentado. Fuentes más que
accesibles son las obras de Giorgio Colli La
sabiduría griega y El nacimiento de
la filosofía.
[2]
Según Platón, de esta «manía», derivó el término «mántico» que se atribuye a
Orfeo: se trata de lo adivinatorio. Ello confirió a la figura del poeta una
serie de atributos que han sido mal interpretados de manera crónica hasta
nuestros días.
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