lunes, septiembre 10, 2012

PABELLÓN CHANDOS

Reseña de Manicomio, de Maurizio Medo, en el número 150 de la revista Crítica




PABELLÓN CHANDOS.
Medo, Maurizio, Manicomio, Mantis Editores, Guadalajara, 2011 (1ª. ed. 2005, 2ª ed. 2007), 96 pp.

El término «sparagmos» refiere una serie de procedimientos que conciernen al ritual orgiástico dionisíaco, en el cual las bacantes o ménades desmembran bien sea un animal o un individuo. Vinculado al «sparagmos» aparece el acto de la «omofagia» que es el consumo de la carne cruda de lo recién sacrificado. Ambos rituales abrevan de reminiscencias simétricas: por un lado el mito en el cual Diónisos es desmembrado por los titanes para resucitar como Yaco, portavoz de los misterios eleusinos; por el otro, el pasaje mítico evocado por Eurípides en Las bacantes, donde Orfeo es devorado por las ménades, tras rehusarse a seguir a Diónisos y sí, en cambio, dedicarse al culto del dios Apolo[1]. Con ello se vislumbra la oposición dialéctica entre Diónisos —el dios de la no individuación y la inmanencia, de la contradicción impronunciable y el enigma— y Apolo —divinidad del canto, la figura y la sabiduría entregada al individuo, bajo la forma del oráculo y la expresión. La coincidencia de ambas divinidades sin embargo, va más allá de un complemento entre opuestos; funda más bien una unidad que propició el nacimiento de la sabiduría —y con ello, de la expresión— en Occidente. Los cultos dionisíacos y los misterios eleusinos remiten a las visiones epópticas, la pura sensorialidad de una revelación silente, conservada en secreto, no registrada con palabras y por supuesto, no adscrita —por ser no escrita— a un individuo. Orfeo encarna la administración del enigma ya tocado por Apolo en la expresión. De acuerdo al pensamiento mítico griego, la poesía es en su origen una sentencia oracular, oscura, heredera del enigma y no apropiada por individuo. Está más cerca de la inmanencia que de la presencia. Por otro lado el oráculo de Delfos, dedicado a Apolo, era consagrado en épocas no estivales a Diónisos. En Delfos, la expresión primigenia, extática y ambigua, pronunciada por la pitonisa, era retomada por los rapsodas, que la «traducían» a los interesados en desentrañar el enigma. ¿Dónde acaece la poesía? ¿En la voz enajenada de la pitonisa o en la apropiación del rapsoda?
Apunto lo anterior a propósito de Manicomio, libro en el cual Maurizio Medo actualiza una serie de cuestionamientos e indagaciones que competen a la poesía latinoamericana más arriesgada, a saber, aquella que permite cuestionarse la fragilidad de los conceptos modernos, tales «individuo», «autor», o «poema» a través de procedimientos singulares y una implacable solución estética. Manicomio, publicado originalmente en 2005, ha sido ahora reeditado en México por Mantis, lo cual constata la potencia del volumen y la discusión que ha suscitado entre autores y lectores de la realidad latinoamericana.
La «manía»[2], es decir la locura o posesión extática a la cual se accedía en los rituales iniciáticos de la Grecia arcaica, fue recubierta por capas y capas de discursos, doctrinas, fijaciones de la palabra sobre la palabra. La revelación —sensorial-silente o expresada— que se menciona líneas arriba, se ocultó y petrificó en la sedimentación de más de 26 siglos de conocimiento —filosofía socrática: cristianismo: ciencia— para luego ser pulverizada por el pensamiento radical de finales del XIX y el XX. Por otra parte, los siglos ilustrados terminaron por confinar a la «manía» a sitios fuera de la comunidad, lejos del centro del motor social: los manicomios congregaron —y aislaron en el plano social— a aquellos individuos cuya percepción y discurso evidenciaba la fragilidad del constructo subjetivo de la modernidad en Occidente.
Maurizio Medo apela las nociones de manicomio y manía —no más divina— para desarrollar la disociación del sentido en el plano del texto poético. La locura, antes que un dictamen médico, implica una diferencia radical en la forma de percepción y enunciación del mundo que, contemplada desde la perspectiva de la «normalidad» aparece como no útil, no disponible, sin objetivo. Esa no disponibilidad engendra un lenguaje abierto, no obturado por convenciones, ni fijado a las anclas de una conciencia. Quizá el temor de la racionalidad ante la locura sea, en última instancia, el temor a comprender el conocimiento como experiencia instantánea, fugaz, irrepetible: «He visto las brillantes mentes de mis predecesores perdidas en lo que pareció ser episteme», aúlla aquí un falso Ginsberg. Los textos que conforman Manicomio están atravesados por esa energía: permitir la irrupción de voces al interior del objeto verbal, en una hybris donde la univocidad es derrocada: aparecen con ello miles de aristas, gradientes hacia dónde puede apuntar el objeto verbal. Esta pluralidad polifónica entreteje dos tipos de motivos: algunas líneas desprenden registros vivenciales, relativos a la clausura en un sanatorio mental, a la administración de sustancias que inhiben la dislocación del pensamiento, el acoso y abuso de los guardias —aquí apodados «Mandriles», lo que consituye un correlato irónico sobre poesía y poder en nuestros países—, las pruebas diagnósticas. Estos registros se activan en una matriz de motivos literarios: Alicia y el Sombrerero, los dantescos Paolo, Francesca, Virgilio, Perlongher, y ciertas atmósferas de Héctor Viel Temperley; Rimbaud y Verlaine, Celan o Hugo von Hoffmanstahl asumen por instantes de quiebre la dicción del poema. Las alusiones y las citas brotan en los textos y emulan las prácticas de los sparagmos y la omofagia, pues las voces desmembran la «normalidad» de la voz lírica,  para después devorarse entre sí, unas a otras, en un vértigo que dota de brillo a cada uno de los artefactos verbales. Desde la primera sección «Etumina», el mejor ejemplo es el poema «Sparagmos sparagmos», donde la voz enunciante es devorada por un fármaco, que termina por asumir el rol evocativo: «Y poco a poco fui travistiendo en el placebo de un informe ser [..] El sepukku mortal de todas las ansiedades [...] soy la droga que te colma de imbecilidad: soy Etumina». Además de la devoración, ocurre el travestismo: Arthur Rimbaud es un cholo (Vallejo) púber de apellidos Torres Canccha, Verlaine es su chica de bachillerato; un falso Ginsberg tropicalizado ocupa un poema y fagocita el discurso. Hay algo de razón antropofágica en todo esto. La figura femenina de Gilda aparece y luego es absorbida por Francesca, por Verlaine, por Medo; la sensación de estancia de manicomio aparece, una sana ambigüedad impide localizar, en un cuerpo o en varios, las palabras que se pronuncian.
La multiplicación y fractura de las voces, la devoración y el travestismo configuran un plano de signos que no refleja —ni pretende hacerlo— una realidad evocada ni evocable; por el contrario, demarca una zona donde toda experiencia es fugaz y los símbolos son frágiles, reinterpretables: en las imágenes de un test de Rorschach sólo puede verse «el cuerpo muerto del autor», como ocurre en la sección «Pentotal Saloon». Si el cadáver del poeta ha salido ha flote, la idea del poema como entidad caduca aparece. Lord Chandos, el autor que recupera Hugo von Hoffmanstahl, se pronuncia y reafirma esta sensación de indisponibilidad —por su total apertura— de experiencia alguna, al menos en la dirección unívoca de enunciación de un sujeto: «Ya no hay principio ni fin, sólo adición. No hay más poema, sólo híbridos fragmentos, rizomas agonales que rompen las fronteras, tanto así que he podido cazarte como a un estúpido conejo». Recursos como la variación tipográfica, la aparición de las figuras de Rorschach o los espacios en blanco —donde debe verse un cuadro y ser nombrado— ayudan a consolidar la sensación de rareza y delirio, zona abierta. Pero ante todo lo hacen la variación formal, la oscilación entre unidades de prosa y verso fragmentario, la intensa sonoridad que se procura entre los signos, la repetición enajenante y apócrifa de los motivos: «No más cuarto Relámpago / No azotes / No fármacos / Grilletes / Inyecciones / Ella duerme ¿è Turandot? Nessun dorma nessun dorma / No más rayos calcinantes de neuronas / No hipnóticos mantras / Ben peridol brom peridol». La última sección, «Francesca», monta un escenario de abuso por parte de los Mandriles, y la total ezquizofrenia de las voces enunciantes, que alcanzan un final ambiguo a través de un ritual apócrifo —en una cámara de Aedas, ofrendas en pastilla — que puede interpretarse como cura temporal o cura definitiva —la muerte. De una u otra forma, el poeta como entidad apolínea —manager de la expresión de la conciencia— y como ínclito portavoz de una realidad epifanizable es aniquilado. Se alcanza con ello una expresión que tiende a lo enigmático y afirma la fugacidad de todo conocimiento; esta consideración postromántica del artefacto poético puede asociarse con la discusión de las vanguardias y de la escritura conceptual, pero también tiene resonancia con el origen oscuro de la expresión lírica en Occidente. La naturaleza ama esconderse, afirmaba Heráclito, y el lenguaje no tendría porque apuntar a lo contrario: el pensamiento es enigma. Procesos escriturales como el de Manicomio aún encuentran resquemor en espacios literarios como el mexicano, donde algún sector reaccionario quisiera apostar —en medio de la crisis de todo humanismo, de la crisis del lenguaje como correlato certero— por una creación obnubilada, estable y de romanticismos trasnochados. Que este volumen sea reeditado en nuestro país por Mantis Editores habla de salud en nuestras valoraciones poéticas; Manicomio es uno de los libros significativos para entender la actualidad de la lírica hecha en Latinoamérica.




[1] El estudio de las coincidencias y las peculiaridades entre Diónisos y Apolo, en el pensamiento mítico griego está muy bien documentado. Fuentes más que accesibles son las obras de Giorgio Colli La sabiduría griega y El nacimiento de la filosofía.
[2] Según Platón, de esta «manía», derivó el término «mántico» que se atribuye a Orfeo: se trata de lo adivinatorio. Ello confirió a la figura del poeta una serie de atributos que han sido mal interpretados de manera crónica hasta nuestros días.


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