Estos tres poemas pertenecen a Hoyo 13. Novela Barrial, de Rafael Espinosa (Lima, 1962), publicado por Librería Inestable en 2013:
Cap.
6
Se parece a nadar estilo libre incorrectamente.
Se parece a un empleo insuficiente de la
libertad.
Se parece a ser interrumpida por los perros del
barrio cuando llego adonde los peluqueros
y me cuentan cómo en sus años de adolescentes, la
felicidad se condecía
con perder en el mar una sandalia.
¡Una sandalia en que habían gastado dinero y en
la cual bamboleándose se iba y venía la moda
y la figura de ellos sobre la orilla se borraba y
aparecía una época más adelante!
Como los primeros seres vivos, digo yo,
en las mismas estructuras sociales.
Qué bueno es que los peluqueros, con sus
chaquetas blancas de doctores, sean solo ellos mismos,
hablen mientras trabajan con nuestro reflejo, se
esmeren en seguir las líneas del destino de la cabellera;
no cobren por hacer preguntas sobre el pasado.
Yo les dije que un amor secreto existe para
hacernos caminar
y darnos de bruces con su local de repente,
soportando la perla del mundo.
Procedimos
a la vez que mi hermana, al fin de su visita a mi
padre, pensaba que no es así,
que el mejor amor acontece entre un organismo
activo y un organismo yerto.
El cementerio de pastos verdes como el modelo de
la mancomunidad.
El hipódromo, para ellos, como regresar espiando
huertos después de perder en las carreras.
Raro salir de la peluquería, con el pelo recién
cortado, portando un milenio de paz en la cabeza.
Quisiera nunca más hablar.
Saludo nada más por telepatía.
A cambio, pequeñas voluntades niegan que exista
el silencio, la puerta gimoteando.
Experimentarlo es un teleférico,
abajo la gente teniendo penas y haciendo los
ruidos del sexo.
Cap.
15
No solo en las clínicas psiquiátricas, donde los
pacientes tienen anhelos de palomas, hay peleas.
También en la plaza las palomas a las que se dona
maíz encuentran la forma de entrar en batalla.
No fue seguramente el fin del que la diseñó que
tuviese la vida de pandilleros o empresas.
Más bien puede pensarse que concibió ubicarlas
todas en un puerto
para divisar lo que es bueno por hondo,
la carga que viene, la carga que va.
A mí también se me ocurre una idea: convertirme
en un gusano
para despertar al tipo de la estatua
y, si antes no gatilla el rifle, preguntarle por
qué es preferible matar enemigos;
por qué es mejor que comer humus y tierra
o escuchar el agua subterránea
cuando todos los indicios apuntaban a que
defendía solamente una mesa rectangular.
Así será el brocado de la democracia.
Así las
especies devoran energía solar en un ágora.
Mientras los presentes, disfrutando un poco de
aire en sus sitios, parecen del todo satisfechos
con ser unos pervertidos sexuales de la
coexistencia social; a fin de cuentas
han llegado hasta allí para oír con sus vasos
capilares a los abejorros, y apenas eso.
La plaza, debo colegir, es el lugar únicamente de
las sensaciones bellas.
Y también el asiento en que es bueno pelar el
plátano
que me regaló el verdulero
para más potasio y
mejor vida.
Total, es un mundo físico y rememorar cada
destello de un arete de perlas llevará cien años.
Crea una galería de sortijas y casados, que
descansan en el cuarto de los niños.
Nosotros también estamos algo dormidos, acunados
en la radiación de fondo del desastre.
Pensamos en cosas, como un distrito financiero
desierto.
Hasta que alguien nos recuerda que está prohibido
imaginar asuntos en las áreas municipales.
Cap.
16
Un amigo del que he olvidado todo, salvo que
actuaba hace mucho en videojuegos,
me enseñó la fórmula para escapar de cualquier
sitio.
Basta con ponerse tan triste que se confunda suicidarse con caminar,
escogiendo siempre caminar.
Adiós, aves alegóricas,
sigan acostándose con los que pierden la tarde
leyendo sobre la farándula.
Percibir bien, entender mal, es mi concubina.
Y lo que le gustaría a cualquiera en este
instante, todavía más que comer lentamente otro plátano,
es ser un helipuerto para el primer pensamiento
que tienen en su día de franco los otros.
Con certeza pensaron en vagabundear,
un poco horrorizados, al espiar las calles, de
encontrarlas en estado de feto,
recién por existir.
Esto me recuerda algo lo que narra mi hermana las
veces que la acompaño hasta la puerta
de la parroquia; cuando entraba a UCI
sus canarios le dijeron en coro a nuestro padre
que ya era completamente libre,
sobre todo y únicamente de cantar.
Quien camina, por supuesto tararea,
desde luego
la letra esquiva de canciones extranjeras
y como no entiendo nada, pero converso por tiempo
indefinido amablemente
con sus palabras, puedo denominarme un chofer.
El taxista de a pie,
con sus gringos, las
estupefacciones.
Ellos preguntan si asimismo yo soy siquiera un
poco libre
pues cada vez que sigo a ciegas la libertad, cojo
a la derecha por O’Hara, entro al pasaje
de las cafeterías y desemboco directo frente al
mar.
Cambiemos de ruta, nada más por estética.
Todos tenemos una deformación craneana por una
misma resonancia: una vida que se inicia en la ribera.
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