LA DICHA DE LO DICHO
Milán, Eduardo, Disenso, México: Fondo de Cultura Económica, 2010
Si hay un término que pueda asir, en cierta entraña, las destinaciones poéticas de Eduardo Milán, tal es el de hiperconciencia: un extremo estado de alerta ante la diversidad de pulsos vitales —mortales— e intelectuales que permean la escritura y que a su vez, permanecen y perseveran en el acto escritural. La hiperconciencia, equidistante y reguladora del decir poético, vuelve a éste un ejercicio de extrema dificultad. Ya lo asentaba el propio Milán en un poema anterior: «decir Ahí es una flor difícil».
La poesía de Milán está atravesada en su médula por una carga poderosa —y pesada— de sucesos históricos que dibujan la segunda mitad del siglo veinte en Latinoamérica: la imposibilidad de justicia ante un devenir convulso, confuso, agujerado culturalmente por fuerzas de variado linaje —occidental—, mismas que activaron la injusticia y los regímenes tiránicos en estas latitudes; en contraparte, los movimientos políticos e intelectuales que, encauzados bajo el signo de la ideología de izquierda, opusieron resistencia insuficiente ante un cauce inmenso de circunstancias que, para nuestra actualidad, se ha convertido en un estanque, revuelto y sin ganancia para pescadores y que además, huele mal, huele a mal. Hueco en el tracto social que ha dinamizado el exilio y la migración, como condiciones de reacomodo del individuo y de su comunidad ante tales tensiones. El exilio y su variante — sólo en apariencia— voluntaria, el flujo migrante, configuran ya en su movimiento una nueva perspectiva, un giro sensible y doloroso ante el registro de una verdad histórica que resulta insuficiente en su fragilidad como designio impuesto. La búsqueda de otra verdad —de existir, más verdadera— se vuelve eje y motor ético de la estética, se ofrece a la metamorfosis mediante la escritura; el poema se propone así como una serie de variables que, en su decir, pretenden atrapar un instante y en el instante, la tan ansiada redención de lo humano. De esta manera podemos encontrar, en el cuerpo de la práctica artística, una propuesta que respondería a uno de los postulados propuestos por Walter Benjamin en sus Tesis: hacer de cada instante el instante que redime, en su acontecer, a cada uno de los instantes que lo han precedido. ¿Existe tal sanación, salvación posible?
A esta condición latinoamericana —aquí someramente expuesta—, a tal complejidad ya trasladada a la poética, no es falso ubicarla en relación con los movimientos de vanguardia. Hay nexos, hay territorialización: las vanguardias se desplazaron a nuestro continente para establecer un diálogo mutante con los mutantes problemas de estas sociedades. Si hay algo que se ofrezca en el núcleo de la vanguardia es, por supuesto, un núcleo de conflicto: una incomodidad ante un estado de cosas, ante una ilusión forjada y opresora de la realidad. A esa «realidad» dibujada desde el estrato del poder, se opuso otra diferente, que apostaba llevar en su ADN la energía para conciliar a la comunidad con otra «realidad» recreada desde las prácticas artísticas. Para la segunda parte del siglo, la transmutación latinoamericana del espíritu de vanguardia se consolidó como un reflejo de sus sociedades: poesía móvil, poesía viva e inoculada de rabia, de error, con brillo que bruñían los dientes, apretados por la impotencia ante su dolor que era en origen otro. Una poesía que o bien decidía abstraerse y concretizar su espíritu; o bien, optaba por complejizarse entre los poros del significante, enredarse en volutas, explotar los signos para diversificarlos —en dispersión concentrada— por frondas y registros barrosos. Lo que aún hace 30 años se ofrecía corpóreo y explícito en alguna de la mejor poesía latinoamericana, ese ethos que cabalgaba sobre los versos como portador de un optimismo contestatario ha devenido, en los mejores casos, en un gesto íntimo y profundo de lenguaje que, no infiel a la voluntad de justicia, intuye que la crisis ideológica trae consigo una distorsión de cualquier futuro posible, donde toda verdad estará legitimada por mecanismos imprecisos y despojados de cualquier certidumbre en el terreno metafísico. Con el pasado entonces derruido como armazón histórica y política, llevado a una nueva búsqueda de redención particular de todos sus instantes en la reminiscencia —poética— y sin la imagen del futuro, la poesía tiene como encrucijada el reconcentrar sus recorridos, el hurgar y desplazarse aún en pos del instante: «La energía de coger a los poemas / los cuerpos amados no amados al poema / los compañeros del instante prófugo / wanted el instante».
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Lo anterior nos permite dar coordenadas a Disenso. Disenso es un complejo y amplio organismo poético en el que aparecen, de manera oscilante y en liberación prolongada, muchas de las preocupaciones que dan forma a una voz escritural que a su vez, se deforma más allá del egoísmo y se ofrece como nobles e impuros registros de lenguaje poético. Disenso se conforma de siete apartados, cada uno de ellos es un dispositivo dedicado a un amigo, a un dialogante que recibe la botella entre la espuma de un mar no cartografiado. Cuatro de estos destinatarios, además, ofrecen en las páginas finales del volumen un breve apéndice crítico, en donde se resaltan puntos imprescindibles de la poesía milanista. Tales trazas aparecen iluminadas bajo una luz diferente en cada uno de los apartados. Así en el primero de ellos, que lleva como nombre «Hechos polvo», se percibe un ánimo de fracaso, sensación de ruina ante algo no alcanzado; tal fracaso exige un cambio, un primer disentir, de las convenciones poéticas, la imagen del jilguero se transforma en la imagen del migrante: «Se sabe desaparecer en poema / quedarse en poema / latiendo —un jilguero / es preciso algo más actual: migrante / latente en el poema, huérfano plegado sobre sí / huérfano barroco [...] hay que pasar a la tematización / no queda más que tema ya para el poema: / a los caídos en defensa del poema»
Como apunta Antonio Ochoa en el apéndice, «el lenguaje de Milán es una búsqueda por aproximación». La imagen surgida de la vista aérea se actualiza en la de un migrante: un alguien que recorre y palpa las sinuosidades que depara un territorio de experiencia. La pérdida de legitimidad de las convenciones retóricas, abre espacio a una nueva corriente de aire que eleva al verso de Milán: en Disenso no es sólo el lenguaje el que aparece como principal protagonista del poema: el tema, el verso que indica en lugar de aliterarse, aparece y alterna con otros densos registros verbales. La palabra y su posibilidad de ser poesía dejan de ser el eje rector del conjunto, para entretejerse en una red de líneas fronterizas, que delinean zonas y sentidos de preocupación. En una de ellas —sobre todo en la sección «El uso»— se cuestiona si el lenguaje sigue vigente como correlato certero de la realidad, si aún existe la posibilidad de asir la verdad por la vía de la palabra; en otra zona, la pregunta dirige su fuerza hacia la validez de los estratos ideológicos, si es posible creer en la izquierda como un frente común a la injusticia; en otra, la inquietud abona tal insuficiencia de recursos —lingüísticos, filosóficos, ideológicos— a la pregunta por la estética: ¿cómo hacer para decir lo que se palpa en la experiencia latinoamericana? Disenso plantea la apertura de un no-lugar, una especie de exilio del habla: el poema ya no dice la realidad, por más que quisiera enunciarla, ni siquiera por la vía de la metáfora: el poema ya no mira, ni vuela, más bien palpa y con el resto de la percepción, hace una topografía de lo vivido. Escapando a la significación inmediata de las construcciones verbales, permanecen el ritmo vibrante como costura de las palabras, la fricción auditiva y negadora de la sintaxis. El sentido deja de ser prioritario y se abre a los sentidos, al crujir a galope de una presencia que apenas es palpada, vuelve a esfumarse o, como lo apunta Edgardo Dobry «un dejarse hablar por el discurso resistiendo la tentación de desviarlo hacia su nombre». La redención sólo se logra en el instante del olvido del instante, en el instante del olvido del decir del habla. El Exilio de la lengua es el disentir completo. En este no-lugar Milán trabaja, en palabras del mismo Dobry, «en una zona casi irrespirable, algo que está antes o después del verso dado o descubierto», en «una estela del goce en una zona desmagnetizada de hallazgos vanidosos, con todo el sufrimiento que conlleva».
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Disenso se resuelve en un gesto profundo: la palabra ya no es la portadora de la verdad, ni la que la oculta: en todo caso la verdad es el lenguaje mismo, el poético, donde importa tanto la estela como lo dicho; si seguimos a Giorgio Agamben, la apertura —ilatencia— del lenguaje es su clausura misma —su latencia—, paradoja fundamental que acontece en la poesía de nuestro autor. En este disentir hiperconciente, el volumen se abre a la experiencia lectora no exento de dificultad. Pues el trabajo del poema en Milán consiste en alumbrar el conflicto de lo humano, y no engañarse con facilismos solipsistas o bellísimos retoques retóricos. Tanto su poesía, como también su trabajo crítico, se sostienen como una zona de influencia —crítica, polémica— muy amplia dentro del ámbito de la poesía mexicana. El exilio del habla, zona medular de Disenso, plantea una comunidad de evidencias, a saber, el poema como nicho del conflicto y la afirmación de una certeza: en el sinuoso cruce de la dificultad se abre la dicha de lo dicho.