I
Puede ser: nos habitan muchos rostros del desierto. Máscaras de tierra seca, tiempo agrietado, siempre en movimiento. Diversidad es también el desierto, desde el sentido que le es impuesto a la palabra, por ejemplo, por la ciencia geográfica, hasta la metáfora que anida en la palabra misma y que nos ocupa y nos imanta con frecuencia. Esta ponencia, que no es sobre filosofía, sino que asienta insegura sus pies llenos de polvo sobre ciertas veredas poéticas, quiere referirse a una mínima fracción del enorme desierto de Chihuahua: la que se abre y es delimitada por las rutas que conectan Zacatecas y San Luis Potosí: senderos de plata ante todo, por la vocación original de minería de ambas ciudades, senderos construidos sobre la tierra ardiente y roja, que pierde su color en la medida que se vuelve Sur.
nnnnnDe Zacatecas a San Luis y viceversa: espacio que han compartido infinidad de viajantes, algunos somnolientos, otros desinteresados, y unos cuantos que se detienen y escuchan las misteriosas vibraciones que se emiten por aquí.
nnnnnDe San Luis a Zacatecas y viceversa: espacio, nudo de historia sobre el cual, está entretejida una rica tradición, que se articula en la capital potosina y se difunde hacia el norte, precursora.
nnnnnLas relaciones entre ambas ciudades son estrechas y llenas de idilios e intercambios por demás fructíferos, y una íntims filiación en coincidencias y digresiones literarias, desde finales del siglo XIX hasta la fecha: es bien sabido que el poeta jerezano Ramón López Velarde vivió en San Luis Potosí durante una buena cantidad de años, lapso en el cual aprendió y afiló sus dotes de creador y sin duda, derramó una considerable cantidad de versos entre adoquines, pilas bautismales y copas de mezcal. El otro poeta de la región, referente básico, es Manuel José Othón, potosino, nacido treinta años con un día antes que Ramón; Manuel nunca vivió en la hermana ciudad al norte, pero la conoció y frecuentó, debido sobre todo a los viajes que emprendía a las ciudades de Torreón y Saltillo y Durango, con motivo de su trabajo como legislador y leguleyo. He evitado los apelativos: el poeta laureado, el gran poeta, el excelso. Ambos autores comparten estos títulos que les otorgan los quehaceres institucionales. Más para desgracia de su obra y de sus posibles lectores, que para su provecho como figuras de efeméride y eventos oficiales; pues siempre resulta más difícil leer a una estatua que a un muerto.
nnnnnOtra muy generosa relación se estableció a inicios de los años setenta: con el arranque del programa de talleres del Instituto Nacional de Bellas Artes; el exiliado escritor ecuatoriano Miguel Donoso Pareja fue el encargado de dirigir la primera promoción de jóvenes escritores de Talleres Literarios. La sede de este taller fue la Casa de la Cultura de San Luis Potosí –ahora transformada en Museo Francisco Javier Cossío: reflexiónese la implicación del cambio de nombre de Casa a Museo. Las jóvenes promesas de la región se acercaron a trabajar y aprender la disciplina del ya maduro Donoso. De este trabajo inicial, que aglutinó jóvenes de Aguascalientes, Coahuila, Zacatecas y San Luis Potosí, pronto se dejaron ver los frutos: en 1975 el zacatecano José de Jesús Sampedro se hizo acreedor al Premio Nacional de Poesía Aguascalientes con su libro Un (ejemplo) salto de gato pinto; en 1978 el potosino David Ojeda obtuvo el Premio Internacional de Cuento Casa de Las Américas, con su obra Las condiciones de la guerra. Quiero continuar y hacer mención de ambos escritores, como una referencia importantísima para la literatura del Centro-Norte de nuestro país: Sampedro como la cabeza de un proyecto editorial que comenzó con la aún perenne revista Dosfilos, anterior a Vuelta de Paz, y contemporánea de Tierra Adentro; proyecto que se expandió a cuadernos de poesía y narrativa, que reflejaron y publicaron gran parte del quehacer literario de los talleres ya implantados en el Centro-Norte del país, durante las siguientes décadas; David Ojeda, como un incansable viajero y coordinador de talleres literarios por toda la geografía nacional arriba del trópico de Cáncer, y forjador de una segunda generación de poetas y narradores del Norte, como Luis Humberto Croswaith, Jorge Humberto Chávez, Juan José Macías y Joel Plata, entre otros.
nnnnnEl desierto y sus fracciones vueltas verbo: el desierto y sus facciones reflejadas en los rostros de los que lo habitan. De Viceversa a San Luis, de Zacatecas a Viceverso.
II
nnnnnEs en el Viceverso donde se encuentra el desierto. Esta sección del mundo sobre la cual no abunda el agua, pero es apreciada y luchada por cada uno de los seres que lo vivimos. Tierra de cactáceas y flora de voluntad resistente, abundante sobre su piel agreste, como el nopal, la biznaga, el huizache, el mezquite, el toloache, el agave; todas trenzándose, con hilos de sangre y espinas, con una fauna que está acostumbrada al milagro: coyotes, correcaminos, lagartijas: especies que aceptan la sequedad, pues saben que tras ella está esperando lo húmedo, siempre a manera de revelación, de sorpresa y de muerte.
nnnnnEs ahí donde podemos acercarnos al desierto y darle su justo valor, acuñarle y brindarle nuevas semillas para volverse otra metáfora. De la Naturaleza a la palabra. Es el desierto entonces, el lugar donde acaece el milagro, es el nicho del Acontecer mismo. El desierto es un espacio donde hay presencia acechante de la Muerte: sí, en la aridez aprendemos, sabemos y custodiamos íntimamente la experiencia, la posibilidad de la muerte. Cada uno de los seres que habitan el desierto entiende su finitud ante la clara intuición de lo que niega la vida.
nnnnnY lo que posibilita también la vida, esa “excentricidad de la materia” acompañando a Cioran, es también la muerte, y sobre ambas florece el milagro. Es el desierto el telar para éste, para la espera de la lluvia, para el florecimiento no deseado, ni esperado, y por tanto más hermoso y certero: la flor de una cactácea es un latido profundo de lo sublime.
nnnnnQuisiera introducir un tercer mojón geográfico que sirva como acompañante o vigía, para delimitar con mayor certeza un área geográfica y metafórica: se trata de Real de Catorce, pueblo minero al Noroeste de San Luis Potosí, hasta hace poco enfantasmado y sin habitar, que ahora es repoblado por una oleada new age –digamos: una new order metafísica, vacía de dioses y en búsqueda de otros–que es atraída en enjambre por una de los frutos que únicamente posee este desierto: el lophophora williamsis, mejor conocido como peyote o hikuri, como lo conocen los huicholes.
nnnnnEl peyote y el hijo consentido del agave, el mezcal, ánimas embriagadoras del hombre, dones a su alcance, en el sentido profundo del don: es decir, en su simple darse, su sencillo estar ahí que no tiene un fin determinado, que no se encuentra para cumplir destinos de ningún Dios, o bien para ayudar al humanismo en su trayecto empecinado hacia el progreso; sí por el contrario, para brindar al hombre, a través de la embriaguez dionisiaca, una puerta de entrada a la comunión con lo Sagrado, es decir, con lo Otro de sí mismo, es decir, con su posibilidad de disolución en el Universo, con su Muerte.
nnnnnEs por ello que resulta de sumo interés el acercarse nuevamente a la obra poética de Manuel José Othón, el potosino, y descubrir que las referencias al desierto, a su entorno, son mucho menos que escasas dentro del corpus poético de su creación. Othón es, paradójicamente, un poeta que tiene una estrecha relación con la Naturaleza. Abundan en su obra los poemas que hacen referencia a ella y además, los poemas donde la naturaleza se convierte en el eje sobre el cual gira el discurso del poema. En su obra de madurez reunida en libro y publicada por él, Poemas Rústicos de 1902, encontramos una voz muy afilada y madura, de fino verso y amplio bagaje clasicista; pero además, se halla ahí el cantor más exaltado y profundo de la Naturaleza de todo el siglo XIX en el panorama mexicano. Poemas como: Psalmo del Fuego, el Himno de los Bosques, Canción del Otoño y La Noche Rústica de Walpurgis, nos revelan a un poeta que no es sólo un simple espectador de la Naturaleza, sino que la habita y la recorre, la vive: pero no la muere.
nnnnnLo diré con claridad: Manuel José Othón es un poeta de hálito metafísico. Esto no representa un jucio de valor en torno a su profundidad y calidad lírica, probada de antemano y recreada una y otra vez en su relectura; sí lo es, desde la dirección que estas palabras apuntan. Othón es un poeta que cree profunda y fervientemente en el Más allá. Para Othón, la muerte es sólo una transición, una fase borrosa del alma en su trayecto hacia su destino salvífico, con olor a agua bendita: el paraíso, el reino de los Cielos. Destino final que es negación de la esencia finita del hombre y de los entes que poseen vida. Othón canta a una naturaleza diferente a la existente en el desierto. Es la naturaleza de zonas más exhuberantes, cercanas a la metáfora del paraíso. Othón niega el desierto: ¿Quizá porque en él veía la lucha definitiva de la vida y la muerte, el reflejo idéntico de una sobre la otra, el paso definitivo de lo que erosiona, una nada activa?
nnnnnLa negación se hace clara en uno de los grandes poemas othonianos: “En el desierto. El idilio Salvaje” fechado en 1904. Este poema, dedicado a su amigo Alfonso Toro, refiere a la pasión generada por un amor fuera de las convenciones de la moral, en un yermo lugar no precisado, pero nominado llanamente como desierto. El poema lo escribió Othón en fervor a una mujer de estas tierras coahuilenses, con la cual sostuvo un idilio al margen de su matrimonio. Al no poder publicarlo sin suscitar sospechas, generó una dedicatoria para su amigo Alfonso Toro, y un primer soneto donde la explica.
nnnnnEn versos logradísimos, Othón celebra y expía, imanta al recuerdo y lo devuelve al naufragio. Es el canto de un amor de madurez, un bálsamo para sus carnes viejas: un amor que, prohibido, desaparece. Es un amor de la Muerte, es un amor del desierto:
¿Porqué a mi helada soledad viniste
cubierta con el último celaje
de un crepúsculo gris?...Mira el paisaje
árido y triste, inmensamente triste.[i]
Ante la exhuberancia del amor, del cuerpo balsámico de esa mujer de tentación, se opone lo yermo, la lóbrega tristeza del desierto: así es como lo piensa (lo siente) Othón.
Silencio, lobreguez, pavor tremendos,
que viene sólo a interrumir apenas
el galope triunfal de los berrendos.
[...]
En la estepa maldita, bajo el peso
de sibilante grisa que asesina,
irgues tu talla escultural y fina
como un relieve en el confín impreso.[ii]
La estepa es una maldición: una maldición en caso extremo, nos lleva a la muerte. Othón contrasta la imagen del desierto: ante ella, yergue la imagen de la mujer, de esa talla escultural y fina que se relieva, revelándose, en ese confín árido y maldito. El Idilio Salvaje es el canto de un amor que terminó. En el último soneto de los ocho, en el Envío, dos versos:
Do se alzaban los templos de mis diosas,
ya sólo queda el arenal inmenso.[iii]
El arenal inmenso: finiquito de un amor pasional, donde irrumpe la erosión de lo que vive. El arenal, el desierto, es la ruina de los templos de las diosas, de los dioses. ¿Metáfora tan sólo de la ruina del amor? ¿Metáfora de un lugar que se parece más a un infierno condenatorio que a un salvífico cielo? Me atrevo a pensar que no. Que el desierto es mucho más, más que lo que teme y rehuye Othón[iv]. Como ya lo hemos dicho: el desierto no es un espacio ni una metáfora de la muerte, no queremos pensarlo así. El desierto es el espacio donde se trenzan ambas, vida y muerte, y sobre este tejido de afirmación acontece el milagro.
nnnnnDesierto: geografía por recorrer, metáfora que se entrega para estar siempre en refundación. Desierto palimpséstico, cuna y corola del milagro. Desierto: metáfora de los tiempos contemporáneos. Metáfora acuñada por Friedrich Nietzsche, nacido curiosamente entre los bosques y valles sajones, y desarrollada a través de la lectura del de Röcken por otro alemán, pero suabo, Martin Heidegger. Es la desertificación del mundo, es la expansión del desierto por la áridez creciente del ser humano y sus sociedades. En Nietzsche el desierto es el espacio que es propiciado por la irrupción del nihilismo en el ámbito del pensamiento, la erosión del pensamiento mismo y de la negación metafísica de la muerte, de nuestra característica de ser finitos. Lo yermo no viene propiamente de una falta de valores, si no más bien, de una petrificación y una sobresaturación de valores, que terminan por volverlos hueso de arena, arenal inmenso. El desierto es el espacio de las religiones fosilizadas, es el destino de las sociedades del progreso que ven al mundo como un objeto para ser explotado, es la cientifización de dios y la glorificación de la ciencia. Es esta noción metafórica y espritual, pero también geográfica: no podemos negar que Occidente está acabando con su mundo e incluso con la otra mitad del mundo. Bien, esta geografía natural y de pensamiento, debe afirmarse, recorrerse y ser cantada.
III
Nietzsche poeta, en sus Ditirambos de Dioniso, dice: Die Wüste wächst. El desierto crece. Para Martin Heidegger en ¿Qué significa pensar?, la desertización (die Verwüstung) es más peligrosa que la destrucción, pues esteriliza[v]. El desierto crece: metáfora del hombre de los tiempos que corren. Del hombre que rehúye al espíritu, que rehúye al habla como casa del pensamiento y como casa del Ser, es decir, del hombre que rehúye a preguntarse por su esencia, por lo que hay de sí en sí. Que rehúye por tanto, al pensamiento, a la poesía, y los niega como el único milagro, como el cactus floreciente en la aridez. Desierto no es aniquilación. Es espera y dificultad para sentir el milagro. Es conciencia de la muerte, y sobre esa lucha afirmación de las posibilidades de vivir. Pero es a pesar del desierto, y por él, que debe alzar el hombre sus trabajos y preguntas, y florecer desde la esencia de lo que lo hace hombre: el pensamiento, que más que tecné o ciencia o pura razón, se acerca a la revelación del Ser a través de la palabra: en los trabajos de la poesía, la espera y la recreación del milagro, el ejercicio de la lluvia desde su canto, el canto de una lluvia imposible que en su decir se hace posible.
nnnnnSeré concreto. El Hombre Moderno desertifica al desierto. El hombre que sólo cree en la razón, en la ciencia y en el progreso expande los desiertos, los arenales. En el otro lado, el poeta, ineludiblemente se ha vuelto un poeta, sino del desierto, al menos sí en el desierto. Él es el encargado de los florecimientos, el vigía de los milagros, el que entiende de la muerte y por lo tanto, afirma su vida, única y finita, sin más allás, desde el canto. No se trata aquí de poéticas, ni de parámetros ni reglas fijas sobre las cuales crear una poesía del desierto. Poética imana a concepto. Concepto imana a Ciencia. Ciencia a Progreso y volvemos a lo más yermo. La poesía del desierto alegra y refresca, nos lleva hacia el acontecer desde su escurrimiento verbal, cristalino, silencioso, y por supuesto, desde su claro florecimiento que es temporal. Que es el instante donde se celebran el mundo y el hombre cuando se piensa.
nnnnnEl desierto de Zacatecas a San Luis Potosí y la poesía que en él se alza. Poesía del desierto y en la aridez de la escasa lectura, en la aridez del poco diálogo con el main stream de las editoriales y los dictados poéticos del centro del país. Poesía a contracorriente, para variar y desvirgar a las costumbres. Manuel José Othón, negó constantemente al desierto y su posibilidad como naturaleza y metáfora y certeza de una muerte permanente; no obstante, este caminante y bucólico nos entregó algunos de los más altos registros de la poesía mexicana, abrió su verso como un milagro, lo hizo florecer, sin darse cuenta, como una flor del peyote en el desierto. En la actualidad altos registros, poesía que se abre entre los cactos y los ardientes rayos del sol, como en la obra de Javier Acosta, Jeanne Karen, Juan José Macías o Laura Elena González, de quien cito estos versos:
Una flor en el desierto.
Posa sus labios en la arena con la costumbre del dolor.
Agua del desierto protege a la flor brevísima.
En el velado roce de un aleteo sin fronteras
los sentidos reverberan,
y oscilantes paraísos condenan la mirada.
La flor aguarda la mañana primigenia de mis ojos.[vi]
Desierto, hogar de nuestras palabras, nuestras vidas brevísimas en la reverberancia de su sensibilia. Hueco de nuestros dioses y nuestros múltiples rostros. Hogar de esta flor donde nuestras mañanas, nuestras preguntas, aguardan.
[i] Othón, Manuel José, Poesías Completas, Comité “San Luis 400”-Ed. Jus, San Luis Potosí, 1992, p. 422
[ii] Ibid, p. 423
[iii] Ibid, p. 423
[iv] Quisiera mencionar aquí, someramente, un poema extraño dentro de toda la obra othoniana, el poema “La Nada”. En este poema, no coleccionado en vida del poeta dentro de libro alguno, Othón otea, como un último vigía en el acantilado de la seguridad metafísica, el océano embravecido del Caos, de la muerte y de la imposibilidad de un mundo posterior a éste. Othón, intuye y devela la Nada, la Nada activa que atraviesa a los entes, los erosiona y los lleva, a través de la Muerte, al estado original, el Caos primigenio, la Nada. Pero este texto es digno de una reflexión aparte.
[v] Cfr. Heidegger, Martin, Was heisst Denken?, Max Niemeyer Verlag, Tübingen, 1954, en formato electrónico.en especial los apartados III, V, VI de su primera parte. En español.
[vi] González, Laura E., Una flor en el desierto.. Publicado en la revista Funes, no. 3, U.A.Z., Zacatecas, 2005, p. 42