domingo, octubre 12, 2008

¿HACE FALTA UN ESPEJO?

El retrato de sí mismo es un motivo recurrente en la historia de la pintura occidental. A partir del Renacimiento emergen obras que conmueven y asombran por distintos motivos; ya sea el manejo del color, el juego del espacio en el que se desenvuelve la figura del artista, la fuerza en la expresión. De cualquier manera el autorretrato vuelca al artista, desde una oscuridad abismal, hacia una proyección determinada, poderosa e igual de ambigua que la misma penumbra. Quién no recuerda, por mencionar sólo algunos, el cuadro memorable de Diego de Velázquez, Las meninas, o aquél otro de Goya, La familia de Carlos IV . En ambos, la figura del pintor emerge como un alteridad improbable para convertirse en una figura perturbadora y brillante, que transgrede desde el fondo de la imagen, ocupada en primer plano por la Corte. En los dos siglos que nos preceden, encontraremos pinturas que se colman de patetismo, y hacen evidente el esfuerzo del sujeto por asir su figura, y plasmarse después en la superficie pictórica: Van Gogh y sus retratos con la oreja vendada o bien, la cruda imagen de sí que proyecta Lucian Freud. Es sin embargo con Francis Bacon, donde contemplamos una batalla angustiante: hay una imposibilidad de encontrar una imagen determinada del «yo pictórico»; el rastro sanguinolento de esta lucha se revela en sus cuadros, donde su rostro aparece movido, deforme, revuelto en las corrientes del óleo, inasible, invisible.[i]

Autorretrato, Bacon, Francis

Para el pensador francés Clement Rosset[ii], el autorretrato del artista pertenece a una clase de ilusión psicológica, que tiene como intención el construir una imagen «fija» del Yo, que pueda brindar certeza de sí mismo. De esta manera se eleva un parapeto que protege al individuo de lo Real —siempre cambiante, único, azaroso—, y de la evidencia de que el espejo nos muestra algo que no es del todo cierto, sólo máscara que apenas alcanza a contener lo que detrás ya se desborda. Uno de los autorretratos de Albrecht Dürer (1471–1528) apoyaría lo anterior, al verse desdoblada, en fundición perfecta, la imagen del pintor en la de Cristo: duplicación divina y protectora. Por el otro lado, Rosset menciona que el caso más ejemplar de la renuncia a la duplicación pictórica —ilusoria, falsa, metafísica—se encontraría en un cuadro del flamenco Jan Vermeer (1632–1675), que se conoce como El taller del pintor. Vermeer declina pintarse a sí mismo y se representa de espaldas: es el artista consciente de la farsa ilusoria; se quita la máscara y nos muestra el lado más oscuro, sus espaldas: lo que cada individuo es, y nunca alcanza a ver, salvo por mediación de algo/alguien más. Se comparta el rumbo al que apunta el pensamiento de Rosset o no, el cuadro de Vermeer constituye un hito en la historia de la representación, además de una joya en cuestión de luz y preciosismo.


El taller, Vermeer, Jan

Dentro de los lindes neblinosos de la poesía, los autorretratos son menos frecuentes que en el arte pictórico, mas no escasean. Lo primero que se viene a la mente es que, en todo caso, toda la obra del poeta sería su autorretrato, una huella humeante de su Yo, frente a los nichos que se abren entre palabra, sentido y silencio. O de lo «otro» de su yo: el poema como testamento de una huída —aunque no sabemos si la huida de la errancia lírica, o el distanciamiento firme de la locura le son posibles. De cualquier forma, poemas que se declaran autorretrato no abundan, y la intención inicial de estas líneas era compartir cuatro de ellos. El primer Retrato corresponde al gran poeta español Antonio Machado (Sevilla 1875–1939), que está incluido en el libro fundamental Campos de Castilla. Hundido como espada en la memoria, a manera de declaración de poética y despedida, el verso sencillo nos lleva a la experiencia del tiempo y el existir de Machado: «¿Soy clásico o romántico? No sé. Dejar quisiera/ mi verso como deja el capitán su espada:/ famosa por la mano viril que la blandiera,/no por el docto oficio del forjador preciada/ [...] Y cuando llegue el día del último viaje,/y esté al partir la nave que nunca ha de tornar,/ me encontraréis a bordo ligero de equipaje,/ casi desnudo, como los hijos de la mar».[iii]
Adam Zagajewski (Lvov, 1945) en su Autorretrato, traza el boceto desde el estar cotidiano, mientras pregunta por su Polonia, de la cual lo separa el exilio. Las ciudades ajenas, el amor de su mujer, las conversaciones con su padre están presentes; al final alude a Machado: «Entre ordenador, lápiz y máquina de escribir/ se me pasa la mitad del día.[...] En la música encuentro la fuerza, la debilidad y el dolor,/ los tres elementos./El cuarto no tiene nombre./ Leo a poetas vivos y muertos, aprendo de ellos/ tenacidad, fé y orgullo. [...] Mi país se liberó de un mal, quisiera/ que le siguiera aún otra liberación [...]No soy hijo de la mar, como escribió sobre sí mismo Antonio Machado,/ sino del aire, la menta y el violonchelo, y no todos los caminos del alto mundo/ se cruzan con los senderos de la vida que, de momento/ a mí me pertenece»[iv].
Una experiencia vital de sencillez y contemplación, en alto contratse con el ajetreo de la modernidad —al tiempo que deja entrever su amor por los latinos epicúreos y estoicos—, es lo que Juan Antonio González Iglesias (Salamanca, 1964) establece en Autorretrato como asceta inconsciente: «Desconozco las marcas de los vinos más caros./ Ungaretti es la única denominación/ de origen que respeto. [...]Algo hay/ de revolucionario/ en la felicidad del silencioso./Me muevo en los extremos invisibles. [...] Fuera de aquí no logro/ explicarme. Además de torpe,/ soy un asceta inconsciente».[v]
¿Miente el poeta? Puede afirmarse y al mismo tiempo decir no. La ambigüedad de la poesía le permite revelarnos un fragmento de sí; proyección que dice ser sincera mientras por el reverso nos sonríe silenciosa. En tanto que no hay verdades y mentiras, la palabra poética celebra contundente la vida y nos transmite un algo del autor, en cercanía con sus claves para inquirir el mundo y sus enigmas. Así, el pasado viene a incinerarse en el presente, mezclado y vuelto mosto, humedad de muerte y vida, en el canto; como en el desenfreno carnal de juventud y el transplante del trópico al desierto, que hacen cuña en el poema de Julián Herbert (Acapulco, 1971) Autorretrato a los 27:[vi] «Yo era un muchacho bastante haragán/ cuando me asaltaron las circunstancias/ sábados y domingos cantaba en los camiones/ ahorraba para unas botas Loredano/ y besé a dos/ no/ a tres muchachas antes de mudarme a esta ciudad» Más adelante, el salto mortal de la mudanza y la pubertad a la poesía: “también pienso en este poema/ que hace 27 años se fragua dentro de mí/ y nunca termina /nunca dice las palabras exactas/ porque es igual que yo/ un muchacho bastante/ haragán una verdad fugaz como todas las verdades». ¿Hace falta un espejo?

(publicado en Piedra de Sol, suplemento dominical del Sol de Zacatecas)
[i] Algunos de estos cuadros pueden disfrutarse en el libro 500 Autorretratos, Phaidon Press, New York, 2004.
[ii] Cfr. Rosset, Clément, Lo real y su doble, Tusquets, Barcelona, 1993
[iii] Machado, Antonio, Poesía, Alianza, Madrid, 2007
[iv] En Zagajewski, Adam, Poemas escogidos, Pre Textos, Valencia, 2005
[v] Lo halla usted en González Iglesias, Juan Antonio, Un ángulo me basta, Visor, Madrid 2002
[vi] Puede leerse en Herbert, Julián, El nombre de esta casa, Tierradentro, México, 1999

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